Spiga

La Abundancia


¡Entró la anchoveeeetaaaa! -Sonó apenas inteligible un lejano y desgarrado grito, produciendo en la tarde el mismo efecto que un cuchillo caliente a un trozo de plumavit.


Deben haber sido cerca de las tres y media, muchos estaban durmiendo profundamente, producto de una arraigada costumbre de las gentes del norte proclives a rehuir los calores sofocantes de esa hora del día haciendo una reparadora siesta.


Jugábamos con mi hermano grande, apenas un año mayor que yo, a Los Titanes del Ring, como solíamos hacer durante algunas vacaciones de verano, golpeándonos de lo lindo hasta que uno terminara llorando, o apareciera nuestra abuela, famosa por su carácter huraño y su lengua desbocada, para mandarnos entre garabatos, coscorrones y tirones de oreja, pelo o cualquier parte de nuestra humanidad que estuviera a su alcance, a hacer algo más productivo, como barrer y encerar el piso del largo e interminable pasillo de la casa que habitáramos en ese entonces en la calle Thompson del histórico puerto.


Todas las casas de la cuadra parecían haber sido diseñadas por el mismo arquitecto y construidas por los mismos maestros carpinteros en los tiempos en que Iquique se llenó de palacios con apellidos ilustres que aún huelen rancio, tales como Astoreca y Mujica. Se construyeron manzanas enteras con el pino oregón que llegaba como lastre en los barcos de carga que venían a llevarse toneladas de salitre hacia otras latitudes. Deben haber provocado la envidia y admiración de quienes pudieron ver las edificaciones en todo su esplendor cuando ésta era la capital del oro blanco.


Sólo las casas de calle Baquedano eran mimadas con reparaciones y manos regulares de pintura, debido principalmente a que allí vivía la crema y nata de la alta sociedad iquiqueña de aquél entonces, aunque a algunos sólo les quedara el apellido como pude darme cuenta con el devenir del tiempo. Supongo que hoy, algunas disposiciones municipales obligan a mantener el buen estado de este sector declarado monumento nacional, el resto de las casas similares de gran parte del casco viejo de la ciudad, como les ha dado a llamar a lo que solía ser este pueblo antes que llegara la Zofri y el progreso, denotaban el paso de los años, el abandono y los malos tiempos que vinieron en oleadas después del auge salitrero, pesquero o minero que estuviera de turno. Nuestra casa no era la excepción.


¡Entró la anchoveeeeta! -Se repetía el mensaje que había captado nuestra atención.


Esta vez pudimos entender claramente lo que gritaba a todo pulmón una voz aguda que sonaba cada vez mas cerca, de manera que nos asomamos a la ventana para ver lo que sucedía. Nos sorprendió la conmoción que reinaba en la cuadra, algunos comenzaban a asomar sus cabezas con el pelo revuelto y los ojos hinchados que reflejaban indefectiblemente la siesta interrumpida.


Un mocoso venía corriendo como una tromba a pata pelada por la vereda de asfalto que parecía derretirse bajo el peso del sol a esa hora de la tarde. Descamisado, sin darle importancia a la temperatura del pavimento y gritando a todo lo que daban sus pulmones como si cumpliera una misión de vida o muerte. Fue detenido por alguien casi al frente de nuestra casa. Podía ver los ojos desmesuradamente abiertos del cabeza ‘e pichí, un niño rubio, pequeño y delgado que debe haber tenido unos diez años y que vivía en uno de los tantos cités que estaban en los alrededores de nuestra casa. Las costillas se resaltaban en su costado a intervalos regulares producto de la respiración agitada y su aspecto raquítico.


No alcanzamos a entender todo lo que le decía atropelladamente el rucio al vecino, pero El Morro lo escuchamos clarito y por los gestos de sus manos podíamos saber con certeza que se trataba de algo grande. Entramos corriendo a buscar nuestros eximios utensilios de pesca que estaban arrinconados en algún lugar del patio, para descubrir con pavor que la abuela había cumplido su amenaza de botar a la basura esos cachureos hediondos si no los guardábamos apropiadamente.


El desconsuelo nos duró lo que dura un parpadeo, cruzamos una rápida mirada, murmuramos algún solapado improperio contra la matriarca de nuestra familia y partimos corriendo hacia el interior de la casa con rumbo a la calle. La rápida y decidida acción permitió que pudiéramos atravesar el pasillo en el momento preciso en que la temida abuela venía saliendo, aún adormilada, de su pieza, cuya puerta estaba justo en el centro del corredor. Esquivamos como pudimos sus largos brazos en una precipitada carrera y pudimos escuchar una breve pero florida lista de adjetivos descalificativos que nos indicaba claramente, al momento de cerrar con un golpe que casi termina con los pocos vidrios intactos que aún se aferraban a la mampara, que a nuestras espaldas, la abuela había terminado de despertarse y ésto era sólo una pequeña muestra de lo que nos esperaba cuando regresáramos.


Una sombra de miedo cruzó fugazmente por el rostro de mi hermano, si me hubiera atrevido a mirar hacia atrás, tal vez habría visto mi cara de susto reflejada en el vidrio de la mampara. Corrimos aprisa para alcanzar al resto de los chiquillos que se nos habían adelantado. Al llegar a la esquina de Patricio Lynch ya nos habíamos olvidado de la abuela, y cuando pasamos frente al Teatro Municipal, la alegría se había apoderado completamente de nuestro juvenil espíritu ávido de aventuras.


Un par de ancianos nos miraban divertidos desde los escaños de la Plaza Prat cuando pasamos velozmente por su lado, añorando tal vez, la energía vital que derrochábamos a raudales en nuestra improvisada carrera, mientras lucían orgullosos los pocos dientes que adornaban una sonrisa que irradiaba simpatía y que volaba junto a nosotros en busca de recordadas hazañas.


Llegamos a la playa de El Morro unos pocos minutos mas tarde, agitados y excitados por la emoción. El panorama que pudimos apreciar era asombroso, más de una docena de niños como nosotros, se paseaban descalzos entre las piedras húmedas de la orilla como si buscaran algo perdido. La expectación se volvía frenesí cuando llegaba una ola y el mar se recogía dejando miles de reflejos plateados y tornasolados que brillaban intermitentes entre las piedras.


Usaban todos los medios imaginables para retener el tesoro que recogían con sus manos; bolsas, mallas, tarros de pintura, lo que fuera, y más de alguno usaba los bolsillos del pantalón o la camisa cuando sus manos ya no podían acumular tanta abundancia. Al instante nos sacamos los zapatos y arremangamos los pantalones para unirnos a la batahola, buscamos con la mirada algo que pudiera servirnos para recolectar las anchovetas que el oleaje dejaba indefensas en la orilla, pero no se veía ni un mísero tarro de duraznos.


Mi hermano se sacó la flamante polera de adentro del pantalón para usarla a guisa de bolsa marsupial, yo lo imité sin medir las consecuencias que esto pudiera acarrear y enseguida estábamos compitiendo con nuestros símiles y cientos de gaviotas enfervorizadas por la orgía alimentaria, en una carrera por atrapar lo que se moviera entre las piedras.


Los más grandes de entre nosotros sabían que detrás de la mancha de anchovetas venían sus depredadores naturales y actuaron rápidamente, el primero que armó su aparejo usando la mitad de una anchoveta como carnada, pescó un jurel inmenso en menos de lo que canta un gallo. Miramos atónitos al sorprendido pez que quedó agitándose en frenéticos estertores entre las piedras porque el avezado pescador no perdió tiempo en darle el golpe de gracia, reemplazó la carnada y en pocos segundos tenía a un segundo especimen tan grande como el primero haciéndole compañía.


Todos los que pudieron se apresuraron a hacer lo mismo con similares resultados, nosotros maldecíamos a nuestra abuela y a nosotros mismos por no hacerle caso mientras mirábamos afligidos la situación que se desenvolvía a nuestro alrededor, sin poder participar de ella.


En algún momento mi hermano observó sorprendido algo que llamó su atención y me instó a mirar las olas a pocos metros de la orilla. Estaba embobado viendo las ágiles sombras de los peces a través de las olas, de manera que no me dí cuenta cuando mi hermano se sacó los pantalones. Sólo lo ví cuando caminaba decididamente adentrándose en el agua en calzoncillos y pensé que estaba loco.


Se detuvo cuando el agua le llegaba un poco más abajo de la cintura, dió media vuelta, se agachó introduciendo sus brazos en el agua y me miró con una sonrisa diabólica. Lo que siguió me tomó de sorpresa, apenas alcancé a protegerme la cara cuando un jurel me llegó volando entre una lluvia de agua salada mientras mi hermano levantaba los brazos y gritaba en actitud triunfal.


Yo me movía desaforadamente tratando de juntar en un solo lugar los resbalosos y desesperados peces que caían a mi alrededor. El chiflado de mi hermano contagió con su locura a varios de los presentes que lo imitaron al poco rato. A esas alturas algunos ni siquiera le ponían carnada a su anzuelo, era tal la abundancia y el desenfreno de los peces que no era necesario engañarlos, bastaba el brillo del anzuelo para que se engancharan solos.


No recuerdo cuanto pescado sacamos, pero el palo de escoba en el que amarramos las sartas que pudimos levantar haciendo acopio de toda nuestra fuerza, se doblaba bajo el peso de los jureles y nos lastimaba penosamente los hombros mientras caminábamos de regreso a casa.


Anochecía cuando pasamos por la plaza sucios y hediondos voceando nuestra mercancía ante los sorprendidos paseantes que se reunían allí al anochecer, evidentemente ninguno de ellos se interesó por lo que vendíamos, al llegar a nuestro barrio recién pudimos vender parte de nuestra producción a un precio que debe haber resultado irrisorio, entre nuestros propios vecinos.


El festín de esa noche nos salvó del terrible y maquiavélico castigo que nos tenía preparado la abuela y fuimos los héroes del momento. Al día siguiente pudimos disfrutar de un delicioso caldillo, más pescado frito y el resto de la semana seguimos comiendo pescado escabechado, porque lo que no se alcanzó a comer esa noche y al día siguiente, fue preparado en escabeche por nuestra ahorrativa abuela para que no se echara a perder.


Una de las lecciones importantes que aprendimos de esa experiencia fue que nunca más debíamos llevar demasiado pescado a la casa, ya que correríamos el riesgo de sufrir una nueva dieta estricta de pescado escabechado durante varios días.