Spiga

Bautizo

Cuando tenía alrededor de nueve años, aún permanecían de pie los camarines de la playa “Balneario Bellavista”, pero definitivamente no estaban en su mejor condición, sus puertas desvencijadas indicaban que ya estaban allí mucho antes de que yo naciera. Construídos tal vez durante el apogeo de los años locos, pocos deben recordar su data exacta. Quizás revisando minuciosamente las sucesivas ediciones del “Chumbeque a la Zofri” pueda encontrar la respuesta, pero no es algo que me quite el sueño.
Supongo que son muchos los que ya se habían olvidado de los famosos camarines de Bellavista que le daban un toque pintoresco y especial a la playa, la inocencia de mi visión infantil no quiso que me enterara de los usos alternativos –especialmente de noche- que deben haber tenido las mentadas casuchas antes que las barrieran del paisaje. Debe haber sido el motel de moda durante un buen tiempo, más barato que la residencial José Luis o El Venecia y mucho, pero mucho más discreto.
Yo también los habría olvidado si no fuera por la Cocha Resbaladero en Pica. La primera vez que caminé por el entablado de acceso a los antiguos camarines de la cocha a finales de los 70, me invadió una sensación de Deja Vu tan grande, que mi mente se afanó buscando en los frágiles arcanos de mi memoria hasta encontrar el origen, que provenía de la similitud de los camarines con otros que había visto en mi niñez, allá en Iquique, en Bellavista.
Sus puertas en hilera -en las que había que apoyarse para mantenerlas cerradas mientras uno se cambiaba ropa- El olor a humedad tal vez, quien sabe, son tan extrañas las asociaciones que hace nuestra mente, que de alguna manera, en mi recuerdo han quedado ligadas indeleblemente la Cocha de Pica con la Playa Bellavista.
Son miles los que jamás los conocieron y al pasar por esa pequeñísima playa rodeada de roqueríos, jamás se imaginarían lo importante que pudo llegar a ser en algún momento del pasado memorable del puerto. Ni siquiera Cavancha tenía camarines en esos años, tuvieron que pasar algunos más para que a alguien -el loco Soria supongo- Se le ocurriera poner las duchas y camarines de Cavancha que, debemos reconocer, tuvieron muy poco éxito. El diseño quizás era demasiado innovador y vanguardista para nuestras costumbres tan conservadoras.
Alguien me dijo alguna vez que la estructura representaba la concha de un ostión o de una almeja, pero vaya uno a saber lo que estaba pensando el arquitecto cuando hizo los planos, porque el tipo debe haber conocido solo las almejas en conserva y al diseñar el techo no se le ocurrió nada mejor que imitar la tapa abierta de un tarro.
Recuerdo haber entrado alguna vez, a curiosear mas que nada porque nos ibamos en traje de baño desde la casa y así mismo nos devolvíamos, si de orinar se trataba, no nos hacíamos problemas, el mar es bien grande, y si uno no se quiere mojar, ahí mismo no más, tirado de guata sobre la arena el húmedo crimen pasa desapercibido, así que realmente no eran muchos los que lo usaban. Pero el invierno hizo estragos en los flamantes baños de Cavancha, no el clima en realidad, sino los vándalos y la gente de mal vivir ¿? que durante esa temporada hizo de todo en ellos. Al verano siguiente, el mal olor no se les quitó con nada.
Antes de Cavancha y la adolescencia que nos llevó hasta allá siguiendo esos cuerpos contorneados y dorados por el sol que despertaban nuestros más bajos instintos, acostumbrábamos a ir a Bellavista, con mi hermano mayor y los amigos del barrio, a refrescarnos durante los calurosos meses de verano, nos ibamos caminando a pata pelada y con el puro traje de baño y una polera por vestimenta, ni siquiera llevábamos toalla ¿Para qué, si bastaba tirarse en la arena entrañablemente limpia y deliciosamente suave para secarse? La playa todavía no era invadida por los enjambres de vendedores ambulantes que vemos actualmente vendiendo helados de agua y de leche, berlines, bebidas en lata, pan amasado, papas fritas, corbatitas –ya no se llaman calzones rotos- y todo lo que la ley de la oferta y la demanda determinen hoy por hoy.
De esos remotos tiempos, sólo alcanzo a recordar bien a tres vendedores en las playas, los que pasaban una sola vez por cada sitio, en un largo recorrido que posiblemente terminaba en Buque Varado en ese entonces. La señora de los helados cuyo nombre desafortunadamente ya no recuerdo (Berta, tal vez) Pequeña, morena y menuda, de pelo negro rizado y que debe haber nacido con la caja de plumavit amarrada al hombro, porque, aunque vivía cerca de mi casa, sinceramente no recuerdo haberla visto alguna vez sin su caja colgada al hombro o luciendo orgullosa una sonrisa pronta y generosa a la que le faltaban algunos dientes.
Otro singular personaje que vendía bolsas de barquillos, fresquitos y crujientes, tan recién hechos que se deshacían solos en la boca. Puedo imaginármelo preparando sus barquillos durante las mañanas para salir a venderlos en la tarde ¿Cuál era la magia que los mantenía siempre tibios? Posiblemente el curioso recipiente cilíndrico que llevaba colgado a su espalda y que lo caracterizaba.
No puedo dejar de mencionar al ¿Qué te pasó en Victoria? ofreciendo: ¡Pan de Le-che-ee!
Y la famosa respuesta a quién se atreviera a gritarle un sobrenombre que aún llevaba como estigma de algo ocurrido hacía tantos años que solo él debe haber recordado y que habría olvidado completamente si no fuera porque no faltaba quien gritara a su paso: ¿Qué te pasó en Victoria? -en la impunidad de la multitud- ¡Lo mismo que a tu hermana conchetumadre! -nacía automática la frase por todos conocida- Casi con el mismo tono de voz con que pregonaba el contenido de su canasto y sin el menor asomo de pudor ante las damas que pudieran estar presentes.
En ese tiempo no sabíamos nadar y nos metíamos hasta que el agua nos llegara a la cintura. No existía la piscina Godoy y menos las clases de natación. Los que sabían nadar habían sido instruídos por sus padres, familiares o amigos más grandes. Esta obligada instrucción consistía básicamente en saber flotar adecuadamente para mantener la cabeza fuera del agua y no meterse muy adentro, especialmente después de comer para evitar los peligrosos calambres de estómago.
Había una roca al medio de la poza que nos permitía hacer piqueros, bombas y darnos guatazos de lo lindo cuando la mar estaba de llena (con marea alta), pero con la baja era imposible porque el agua no nos llegaba ni a las rodillas, los roqueríos a los costados de la playa un poco mas adentro la reemplazaban perfectamente bien, pero solo cuando estaba de baja, con la llena, el agua nos tapaba así que volvíamos a la roca central siguiendo los humores de la marea.
Aprender a nadar era un hito insoslayable en nuestro camino hacia la adultez, somos hijos del mar y vivimos rodeados de él, debemos nadar tal como los pájaros deben volar, esa era la consigna que prevalecía en esos días, tal como ahora hay que saber usar un joystick o los controles del Nintendo y el Playstation.
¿Cómo no recordar la insistencia con que le pedía al Tuta, cinco o seis años mayor que yo, que me enseñara a nadar? hasta que al final accedió y durante una de esas breves caminatas, en nuestro trayecto hacia la playa, mientras tratábamos de no quemarnos mucho las plantas de los pies y saltábamos o corríamos cazando las sombras de las cornisas, postes y vehículos para evitar el abrasador suelo, el Tuta me enseñó los secretos de la natación. En casos extremos nos sacábamos la polera y la arrojábamos al suelo para posar, aunque fuera por par de minutos, nuestros más que maltratados pies.
Lección uno: Mantener la cabeza fuera del agua para poder respirar regularmente, eso era lo más importante.
Lección número dos: El cuerpo nunca se hunde completamente en el agua si tienes un poco de aire en los pulmones, incluso aunque uno se quede completamente quieto, ese es el verdadero secreto que permite que cualquiera pueda flotar, e incluso dormir de espaldas en el agua y
Lección número tres: Mover los brazos y las piernas coordinadamente ayuda a equilibrar el cuerpo para mantener la verticalidad y la cabeza arriba.
Saber todo lo anterior es primordial para poder nadar, sin importar el lugar o el estilo que será utilizado.
Caminé sintiéndome el pato del silabario el resto del trayecto, conocedor de los secretos más íntimos del arte de la natación y diciéndome a mí mismo que esta vez sí iba a lograrlo. Si hubiera sabido antes estas cosas, habría aprendido a nadar hace mucho tiempo. El Tuta era mi héroe, mi maestro, mi gurú, mi guía espiritual y mi sensei y yo estaba radiante.
Cuando pasamos por la calle Souper no paraba de hacerle preguntas a mi mentor, a las que respondía con una paciencia infinita repitiéndome una y otra vez que no me preocupara tanto, total; “la mierda flota”. No hallaba la hora de llegar para aplicar mis recién adquiridos conocimientos.
Al pasar junto a la plaza que daba frente al regimiento, cuyo nombre definitivamente no recuerdo a pesar de haberlo leído cientos de veces en el letrero que tenía en su puerta, pero que estaba a un costado de la playa en aquél tiempo, ya me había sacado la polera, así que la tiré donde cayera sobre la arena y me fui derechito al agua mientras el Tuta me seguía.
Teóricamente el asunto era bastante simple y no debería tener ningún problema, pero en la medida que me adentraba en el agua surgían las dudas y los temores que mantienen a raya los peligros que suelen acecharnos. Comencé a dudar del asunto cuando el agua me llegaba más arriba de la cintura, el Tuta tomó la iniciativa para animarme a seguir adelante dándome el ejemplo.
Cuando el agua ya me llegaba al pecho, una ola me cubrió completamente obligándome a manotear desesperadamente al sentir que perdía el piso bajo mis pies. La misma ola me hizo retroceder un poco y al recogerse el mar recuperé con alivio el piso perdido, inmediatamente perdí el interés por aprender a nadar y caminé presuroso en busca de la seguridad de la orilla.
Estaba visto que no iba a aprender a nadar de esa forma tan artesanal y rudimentaria. Mientras el Tuta me recriminaba mi falta de hombría, yo comenzaba a dudar de la simplicidad del asunto. En eso estábamos cuando se le ocurrió señalarme a los bañistas que jugaban en el fondo, cruzando de lado a lado el angosto canal que formaba la playa, y repitiéndome lo fácil que era todo eso. Pero yo no estaba dispuesto a dejarme convencer tan facilmente que todo el asunto fuera tan simple como él insistía.
Me sugirió que fueramos a ver a los bañistas desde más cerca para poder apreciar mejor la técnica, nos fuimos caminando por los roqueríos del costado izquierdo de la playa, cruzamos una pasada de agua que nos llegaba a los tobillos y que convertía al roquerío en una especie de isla cuando llegaba la llena. Al llegar pude apreciar de cerca las diferentes técnicas utilizadas por los allí reunidos que nadaban de todas las formas imaginables, a lo perrito, estilo libre, de espaldas, de frente, de costado y algunas formas inventadas por ellos mismos. Lo importante era mantener la cabeza fuera del agua, o sacarla regularmente para respirar, así de simple.
Al ver la facilidad con que todos nadaban, me dejé convencer nuevamente por el Tuta y allí parado en la orilla de las rocas estaba dispuesto a volver a la playa para intentarlo de nuevo cuando sentí el empujón en mi espalda. No alcancé a terminar el garabato que acudió presuroso a mi boca, sentí el frío repentino que invadió mi cuerpo mientras me hundía en el agua, al mismo tiempo, la desesperación invadió mis ideas y comenzé a mover desesperadamente brazos y piernas hasta lograr sacar la cabeza del agua.
¡Acuérdate de lo que te enseñé! –Gritaba el Tuta desde las rocas entusiasmado y con la cara llena de risa, sin ninguna preocupación por mi seguridad, mientras yo aleteaba conmocionado en medio de la poza tratando de conservar la cabeza fuera del agua-
El asomo de pánico que me invadió en una primera instancia se esfumó casi enseguida porque estaba seguro de que ni el Tuta ni los mayores que estaban allí iban a dejar que me ahogara.
Tragué cientos de litros de agua salada antes de darme cuenta muy sorprendido de que ¡Estaba flotando! ¡Realmente estaba flotando! Estaba solo y flotando en el agua y eso no era todo.
A los pocos minutos ya estaba nadando, a lo perrito asustado, pero nadando al fin y al cabo mientras seguía las instrucciones que mi héroe me daba desde la seguridad que ofrecían los roqueríos al costado de la poza.
Al finalizar la tarde, el brillo de felicidad de mis ojos podría haber servido de faro para los navegantes del océano Pacífico. Me sentía tan grande que no sabía como iba a cruzar la estrecha puerta de mi casa cuando llegara a contarle a todo el mundo mi última hazaña.
Las hallullas calientitas que comprámos esa tarde donde “Castillo, el Capo del Bocadillo” tenían un sabor más que especial, me sentía distinto, casi gigante mientras caminábamos de regreso. Había superado una etapa más, estaba bautizado en la “Doctrina Acuática”.

3 comments:

Rainmaker

10 de abril de 2007, 5:56 p. m.

SUBLIME SIMPLEMENTE Q MAS DECIR HERMOSO. TUVE UNA SIMILAR EXPERIENCIA CON MI PADRE Y EN BUQUE VARADO

Ronald Moreno C.

13 de abril de 2007, 12:17 p. m.

Entonces te faltaron las hallullas de Castillo, la guinda de la torta.

Rainmaker

19 de abril de 2007, 4:16 p. m.

sabes se reemplasaron bien con el pan con un circulo al medio del campodonico barros arana con mauel rodriguez o su barquillo en el paula ,,,tambien me hiso sentir gigante